lunes, 14 de junio de 2010

El reflejo de las palabras

Transcribo unos párrafos de un libro: "El reflejo de las palabras" de Kader Abdolah, un escritor iraní.
Si bien la novela no me pareció muy buena, resulta interesante lo que sucede con el protagonista: Aga Akbar. Es una persona sordomuda que con un sistema sígnico creado por él mismo, basándose en  la escritura cuneiforme que perdura en una caverna de su pueblo, escribe un libro con sus memorias. Este libro es traducido luego por su hijo Ismail, uno de los narradores. En el párrafo que sigue aparecen los mecanismos constitutivos que permitieron a Aga Akbar ser un escritor, a pesar o por la sordera.

"Hayar parió siete hijos, el menor de los cuales, Aga Akbar, nació sordomudo. La madre se percató de ello al primer mes. Veía que no reaccionaba, pero se negaba a creerlo. Nunca lo dejaba solo ni permitía que otros estuvieran mucho tiempo con él. Aguantó así seis meses. Aunque todos sabían que el niño era sordo, Hayar no consentía que nadie hiciera mención de ello. Por fin el hermano mayor de Hayar, Kazem Kan, consideró que era hora de intervenir. Él era un hombre libre, que solía cabalgar por la montaña. Era poeta y vivía solo en las afueras del pueblo, aunque nunca le faltaba una mujer. Los aldeanos veían siempre nuevas figuras femeninas en la luz que se reflejaba en la ventana de su casa.
Nadie sabía a qué se dedicaba ni adónde iba cuando salía, montado en su caballo.

Si había luz en la casa, significaba que estaba allí. «El poeta está en su casa», decía la gente.

No se sabía más de él, pero cuando lo necesitaban, siempre se mostraba dispuesto a echar una mano. En esas ocasiones se erigía en la voz de la comunidad. Si el cauce seco se llenaba de repente y el agua inundaba las casas de los aldeanos, acudía enseguida al galope y encontraba la manera de detener la corriente. Si de pronto morían varios niños y las madres temían por la vida de sus hijos, Kazem Kan aparecía montado en su caballo con un médico en la grupa. Y para los novios de turno que se casaban en el pueblo era un honor que él se acercara un momento a la boda.

• • •

Un día, Kazem Kan entró cabalgando en el patio de la casa de Hayar, se detuvo a la sombra del árbol centenario y, sin bajarse del animal, exclamó:

—¡Hayar! ¡Hermana!

Ella abrió la ventana.

—Bienvenido, hermano. ¿Por qué no entras?

—Pásate por mi casa esta tarde con tu hijo. Quisiera hablar contigo.

Hayar supo que Kazem Kan quería hablarle de Akbar. Comprendió que ya no podía ocultarlo.

Al caer la tarde, se ciñó el niño a la espalda y subió la colina donde estaba la casa que los aldeanos llamaban «joya caída entre los viejos nogales».

Kazem Kan fumaba opio, una costumbre que contaba con la aceptación general e incluso era considerada una señal de su nobleza poética.

Había encendido el fuego del hornillo, la pipa descansaba en la ceniza caliente recién formada, y en un platillo había opio picado de color marrón amarillento. El samovar estaba hirviendo.

—Siéntate, Hayar. Luego podrás calentarte algo de comida. A ver, pásame al niño. ¿Cómo se llamaba? ¿Akbar? ¿Aga Akbar?

Ella vaciló un momento y le tendió el pequeño a su hermano.

—¿Qué edad tiene? ¿Siete, ocho meses? Ve a tomar algo; quisiera estar un rato a solas con él.

La mujer sintió un gran peso sobre los hombros. No podía comer. Se puso a llorar.

—¡No, Hayar, no! No debes llorar. No te lamentes. Si lo escondes y te resignas, no conseguirás sacarlo de su ignorancia. Durante estos siete u ocho meses no ha visto nada, no ha hecho nada, no ha tenido un verdadero contacto con su entorno. En la montaña me encuentro con niños sordos y mudos por todas partes. Hemos de procurar que la gente hable con él. Lo único que necesitamos es una lengua, un lenguaje de gestos. Tendremos que crearlo nosotros. Yo te ayudaré. A partir de mañana, dejarás que también otros se ocupen de tu hijo. Permite que la gente entre en contacto con él, cada uno a su manera.

Hayar se llevó al niño a la cocina, y allí volvió a prorrumpir en lágrimas. Lágrimas de alivio.

Al rato, después de haberse fumado varias pipas de opio y sintiéndose por ello algo ligero y alegre, Kazem Kan fue a sentarse junto a su hermana.

—Escúchame, Hayar. No sé por qué, pero siento que debo influir en la vida de este niño. Nunca he tenido esta sensación con tus otros hijos, sobre todo por ser retoños de ese caballero, con quien prefiero no tener ninguna relación. Pero antes de que te marches, he de decirte algunas cosas importantes para el futuro de tu hijo. Y el caballero debe saber que yo soy el tío de Akbar.

Al día siguiente, Hayar llevó al niño a la casa del monte Lalezar. Era la primera vez que le enseñaba al padre alguno de sus hijos. Llamó a la puerta del estudio y entró con Akbar en brazos. Se detuvo un instante, pero luego depositó al niño encima del escritorio y dijo:

—Mi hijo es sordomudo.

—¿Sordomudo? ¿En qué puedo ayudarte?

Hayar tardó en mirarlo a los ojos.

—He venido a pedirle que le dé su apellido.

—¿Mi apellido? —preguntó sorprendido el caballero.

—Si se lo da, nunca más volveré a importunarlo —añadió Hayar.

Él guardó silencio.

—En más de una ocasión usted me dijo que yo le agradaba y que me guardaba respeto, y que siempre podría pedirle lo que quisiera. Nunca lo he hecho, porque nunca he necesitado nada. Ahora le ruego que le conceda a mi hijo su apellido. Sólo eso. No le pido ninguna herencia. Haga constar el apellido de Akbar en algún papel.

—Dale algo de comer para que deje de llorar —contestó el caballero tras una larga pausa. Se incorporó, abrió la ventana y llamó a su criado—. Ve a buscar al imán ahora mismo y tráelo aquí. Lo espero.

El clérigo no tardó en acudir. El príncipe se encerró con él en el estudio, mientras Hayar esperaba en otro cuarto. El religioso anotó unas frases en su libro y a continuación redactó un acta, que firmó el caballero. Todo se solventó en un santiamén, y el imán volvió a partir en su burro.

—Aquí tienes, Hayar. Esto es lo que querías. Pero no olvides una cosa: esconde ese papel en alguna parte y mantenlo en secreto. Sólo podrás enseñárselo a otras personas cuando yo muera.

Ella lo ocultó bajo la ropa y quiso besarle la mano al caballero.

—No hace falta, Hayar. Puedes irte a casa. Y pásate por aquí de vez en cuando. Siempre te lo he dicho, y te lo repito de nuevo: es cierto que me agradas, y desearía seguir viéndote.

La mujer volvió a ceñirse el niño a la espalda y se marchó. Mientras descendía las montañas, fue consciente de que su hijo llevaba un antiguo e ilustre apellido: Aga Akbar Majmud Jazanviye Jorasani."
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