viernes, 5 de febrero de 2010

Hechos de discurso

Estamos hechos de discurso. Pero no de grandes discursos, sino de balbuceos.
En la literatura, fue Chéjov uno de los primeros en entenderlo. Sus cuentos hablan de esos pequeños enunciados cotidianos que nos construyen, hablan de esos balbuceos.
Hace más de cien años este escritor nos mostró la enorme incidencia de las palabras en nuestra vida. Raymond Carver, un cuentista de Estados Unidos, a partir de la influencia de Chéjov retoma esta forma del relato.
Ambos me han enseñado mucho sobre cómo escribir.
Ambos me ayudaron a ver en el diálogo con los niños la dinámica que mis palabras pueden disparar.
Alguna vez escribí un cuento que fue publicado en el libro "Crestomatía a la violeta", un emprendimiento de "Locos por los tropos", el genial grupo operativo del Curso de Coordinadores de Taller Literario 2005.
Lo ofrezco a los visitantes del Blog. Se llama "Mamá no miente".

El golpe llegó potente pero impreciso, un mamporro, esas piñas que sacuden por el aire los que han perdido el control. Mientras su mamá caía desparramada en el piso, María se acurrucó sentada entre la cama y la pared de la pieza, sostuvo las piernas con las manitos y metió la cabeza entre las rodillas para no ver. Le hubiera gustado salir corriendo para no escuchar pero el corpacho de él se interponía entre ella y la puerta.
Gritaban, gritaban mucho. Él la insultaba y le reprochaba un engaño, ella pedía perdón y clemencia.
–Basta guacho, pará, si me das otra piña me mato, te juro que me mato.
Escuchó gritar a su mamá. Se asustó mucho, apretó fuerte los ojos para evitar que cayera una lágrima, quiso pensar en otra cosa.
El hombre avanzó y volvió a pegar, humillado, una y otra vez, manotazos hacia un lado y hacia el otro, encontrando la cara de la mujer, cachetazos que retumbaban en la pieza.
–Andate, andate y no vuelvas –dijo con voz grave.
María sintió una mano grande y fría que aferraba la suya. Con los ojos entrecerrados, húmedos, salió de la pieza. El frío de la noche le devolvió la calidez a la mano de mamá, la apretó mucho y se dejó llevar. Caminaron por calles de oscuro silencio, entraron a un bar, mamá habló por teléfono. María recién recobró el calor del cuerpo cuando se sentaron en el vagón del tren. Preguntó dónde iban y la madre dijo que a la casa de la tía. En otra ocasión hubiera protestado, se aburría mucho, no había con quién jugar, pero esta vez apoyó la nariz contra el vidrio de la ventanilla y se entretuvo con las luces que avanzaban en sentido contrario al del tren.
La tía vivía en un barrio de gente grande, en una casa chica. El único entretenimiento para María eran los dibujitos que daban en la tele al mediodía y las salidas que las tardes de sol hacía con mamá a la plaza.
Era un parque grande, con muchos juegos y muchos chicos, y María, que sabía hacerse amigos, charlaba y jugaba con todos. Se sentía contenta, libre por un rato y corría y gritaba, siempre rodeada de otros chicos. A veces miraba a mamá, sentada sola en un banco y le parecía que estaba cansada, corría al tobogán se tiraba varias veces y cuando miraba otra vez el banco y le parecía que mamá estaba aburrida corría a sentarse y charlar con ella.
–¿Me querés mamá?
–Si María, mamá te quiere.
–¿Me comprás un alfajor?
–Cuando nos vayamos mamá te compra, ahora andá a jugar.
Vuelta a los juegos, al sabor salado del sudor en los labios, a las voces alegres de los amigos, que zigzaguean en los diálogos como escapando del chico que le toca ser mancha. Y cuando se sentaba en el pasto y le parecía que mamá estaba triste corría a buscarla y le decía:
–¿Vamos?
Caminaban de la mano hasta la casa de la tía, siempre el mismo recorrido, el mercado de la esquina, dos cuadras, el kiosco, una cuadra, la puerta verde de chapa. María prestaba atención a todo, pero lo que más le interesaba era la lucecita azul del kiosco. Cuando la veía la boca se llenaba del recuerdo dulce del alfajor, apretaba más la mano de mamá y pensaba: “que me compre, me dijo que me iba a comprar”. Mientras se acercaban al negocio caminaba mas despacio, como con miedo. Cuando mamá se detenía se le dibujaba una sonrisa.
–Tomá María, mamá no miente, mamá nunca miente.
Los días que pasaban en la casa de la tía se estiraban mucho, María extrañaba la escuela, sus juguetes, los chicos del barrio. Encima mamá se quejaba siempre. Salía a la mañana y volvía protestando porque no le daban trabajo. La tía también salía temprano y llegaba casi de noche.
Ese día María estaba triste porque no había sol y cuando estaba nublado no iban a la plaza. Pero después de comer mamá le dijo que se pusiera las zapatillas y salieron. No había muchos chicos, pero los juegos estaban esperándola y se podía correr y conocer algunos amigos nuevos. Se encontró con una nena y jugaron a las visitas, mientras preparaba el café miró a su mamá sentada en el banco, y le pareció que estaba cansada. Tomaron café, charlaron, levantaron la mesa y mientras lavaba las tazas miró en el banco a su mamá aburrida, pero ella tenía que lavar y no podía ir a charlar con ella. Llegaron otros invitados, una nena de pelo corto y un chico de pelo largo que le dijo que tenía lindos ojos. Decidieron jugar a las escondidas, mientras corría para esconderse miró a mamá que se secaba una lágrima con la mano y se dio cuenta que estaba triste, pero María no quería irse, no se deja solos a los invitados, y además le tocaba contar al chico de pelo largo.
Cuando le tocó contar a ella miró hacia el banco y mamá no estaba. Primero se asustó pero después pensó que como era tarde había ido a comprar el alfajor. Quiso seguir jugando pero no pudo porque las madres ya se llevaban a los chicos, una saludó pero los demás se fueron corriendo cuando escucharon gritar su nombre. María se sentó un ratito en el banco, pensó que mamá tardaba mucho, que se hacía de noche, que si podía volver sola. Esperó un poco mas, empezó a sentir el cansancio en las piernas, el mismo de antes de bañarse y se dio cuenta que ya era tarde. Decidió caminar hasta el kiosco para encontrar a mamá. Extrañó la mano cálida, y cuando vio la luz azul, ni sintió nada dulce en la boca, ni nadie estaba parado frente a la ventanita.
Siguió caminando hasta la casa de la tía, intentó abrir la puerta pero no pudo. Se sentó en el umbral, acurrucada, con las manitos agarrando las piernas y la cabeza entre las rodillas para no mirar. El pelo rubio, lacio, como una cortina sobre el cuerpo reflejaba parcialmente la luz del farol. El tiempo pasó lento. Los recuerdos invadían a María, eran violencia, eran miedo, eran tristeza, una ausencia. Se asustó mucho, apretó fuerte los ojos para evitar que cayera una lágrima, quiso pensar en otra cosa.
Era de noche ya cuando llegó la tía. Le preguntó que hacía, que dónde estaba mamá, que si no tenía frío, y María que no podía hablar. La tía intentó abrir la puerta pero la llave no entraba en la cerradura, se trababa. Puteó, la agarró de la mano y la llevó a la casa de una vecina. Le dieron una taza de leche, con la que calentó sus manos frías.
–Quedate acá –dijo la tía–. Hasta que venga tu mamá.
–Mamá no va a venir –dijo María.
–¿Por qué decís eso, dónde fue?
–Porque mamá no miente, mamá nunca miente.

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